“Entremos en el establo de Belén para ver un Dios en su cuna.
Su cuerpo siente el frío pero su corazón arde de amor por nuestra salvación”.
H. Gabriel Taborin. Tesoro de las Escuelas Cristianas)
Estimados Hermanos, miembros de las Fraternidades Nazarenas, Aspirantes a Hermanos, Comunidades Educativas, Comunidades cristianas, Catequistas y amigos de la Familia Sa-Fa:
Hemos vivido en los últimos tiempos algunos momentos extraordinarios que permanecerán para siempre en nuestra memoria: los días de cuarentena, el miedo al contagio y al futuro, la vacunaciones… y tantas otras vivencias de estos grandes capítulos que se van sucediendo como un libro sin fin. Son muchos los que han sufrido pérdidas y han sido probados por el sufrimiento. Para cada uno lo “extraordinario” es lo vivido personalmente y lo que le ha quedado de estos momentos.
La Navidad, dentro del calendario del año, es también un tiempo extraordinario por los muchos elementos religiosos, sociales, económicos, tradicionales, artísticos… que concurren en ella. Con el deseo de que la Navidad de este año sea un tiempo de gracia, un momento extraordinario para resituarnos después de lo vivido, os envío este Mensaje. Espero que estas palabras os aporten algo de luz en las oscuridades que cada uno vive y os ayuden a preparar el corazón para estos días.
Entremos en el establo de Belén
La historia nos recuerda algunos acontecimientos excepcionales que han marcado la vida de los hombres. Uno de ellos es sin duda lo que pasó en Belén de Judea, en la familia de José y María: “ Y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón” (Lc 2, 7).
El evangelio narra lo que pasó pero no describe cómo era aquel lugar; si era un establo o una cueva. Cada uno podemos imaginarlo según nuestra cultura. En todo caso, el rasgo característico es la pobreza. Jesús no nació en el palacio de un rey, rodeado de lujos y guardias de seguridad. Jesús nació en la intemperie de la noche, la soledad y la escasez. Dios lo quiso así, a su estilo.
Ir al establo de Belén supone entrar en el lugar del misterio de cómo es y siente Dios. Nuestras sociedades no favorecen la interioridad, por ello necesitamos voluntad para llegar a los espacios interiores donde nos encontramos a solas con nosotros mismos y con Dios.
Al entrar en el establo de Belén sólo encontramos tres personas: María, José y el Niño. En aquel momento, María y José, vivían el tiempo del cumplimiento del mensaje recibido de Dios. Pero las circunstancias en que sucede el nacimiento, no hacía fácil comprender que el hijo que había nacido era el Mesías. El sentimiento más lógico para ellos pudo ser la decepción. Pero José y María eran personas de fe, una fe sólida en el Dios omnipotente que no abandona al hombre que confía en Él. Desde esa fe pudieron esperar contra toda esperanza.
La pobreza del lugar y las condiciones del nacimiento de Jesús desmontan nuestra manera de entender la fe y los modos de actuar de Dios. Pensamos que sólo cuando nos van bien las cosas y todo sucede según nuestros deseos es cuando Dios está presente. Nos cuesta entender que en las debilidades, los fracasos y los contratiempos Dios va escribiendo nuestra mejor historia de salvación.
Belén, que significa “casa del pan”, puede alimentar nuestra fe en los momentos más oscuros, dolorosos e incomprensibles a los ojos humanos. Entrar en el establo de Belén nos lleva a entender la cara de las pobrezas, carencias y debilidades como lugar de la presencia de Dios.
Podemos preguntarnos ¿Somos capaces de ver los contratiempos con los ojos de la fe? ¿Nos fiamos de Dios en los momentos de dificultad?
Para ver un Dios en su cuna
“Había unos pastores, que vigilaban durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor… y se llenaron de temor. El ángel les dijo: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría: os ha nacido hoy un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 9 – 10).
Los pastores fueron el grupo privilegiado elegido para ver y reconocer al Hijo de Dios. “Fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre” (Lucas, 2, 16). Los pastores fueron elegidos por su condición de gente pobre y marginada, que no tenían arraigo a nada porque andaban de un lugar para otro. Ellos estaban predispuestos para adorar al niño. Los poderosos como Herodes estaban en otra cosa, tramando cómo deshacerse de él.
El temor a Dios, que sintieron los pastores en un primer momento, desaparece ante aquella cuna porque Dios se ha hecho un niño y un niño no da miedo, solo despierta deseos de acariciarlo, acogerlo, cuidarlo… Los pastores van a ver el rostro de Jesús, y su rostro es el de la fragilidad de un niño. Aquella noche se rompen las distancias entre Dios y el hombre.
Necesitamos tener un corazón como el de los pastores, sensibles a lo que pasa, dispuestos a la escucha, capaces de dejar nuestras cosas y acercarnos a ver a Jesús. Él hará lo demás, nos llenará de alegría como a los pastores, para ir a comunicar a los demás lo que hemos visto y sentido.
Desde aquella noche, Dios no está ausente, Él vino para quedarse. “Por la Encarnación, el Hijo de Dios se unió en cierto modo a todo hombre” (GS 22). La dinámica de la encarnación no sólo implica el nacimiento en un cuerpo humano, sino también una vida humana, un modo de vivir, que consiste en hacer de la vida un don. “Trabajó con manos humanas, pensó con una mente humana, actuó con una voluntad humana, amó con un corazón humano. Al nacer de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros en todo, excepto en el pecado” (GS 22).
Dios ha querido vivir cerca de nosotros amando nuestra sencillez y nuestras pobrezas y necesidades. A partir de esa noche ha puesto su tienda entre nosotros.
Podemos preguntarnos ¿siento a Dios en la cotidianidad de la vida?
Su corazón arde de amor
“Dios es un apasionado por el hombre, que nos ama y es incapaz de separarse de nosotros”, nos recuerda el papa Francisco.
Contemplar a Jesús en la cuna nos lleva al mensaje central que Dios quiere darnos a los hombres: ¡Os doy lo que más quiero porque os amo! Jesús niño en la cuna nos lleva a sentirnos amados, pero también nos enseña a amar. Dios nos da su amor y pide la reciprocidad de nuestro amor. Un hijo pequeño necesita mucho amor y cuando lo alimentamos, aseamos, vestimos… entendemos el amor que provoca en nosotros ese niño. Sólo cuando hay reciprocidad se entiende el amor. Dios nos ha amado primero pero nos exige respuestas de apertura, de búsqueda y de relación con Él. Sólo así experimentaremos el amor que Dios nos tiene.
“Como un padre siente ternura por sus hijos, así Dios siente ternura por quiénes le temen” (Salmo 103). José y María entendían de ternura. La ternura es ese amor fino y sensible que nos capacita para tocar las fragilidades y carencias de los otros. Amar a los otros con ternura nos pone al mismo nivel de María y José que amaron así a Jesús hecho niño y adolescente. Son muchas las personas que ponen ante nosotros sus debilidades y que buscan en nosotros respuestas a la ternura que necesitan. Aprendamos del Dios amor, quien nos da un Niño como signo de amor.
Una de las necesidades de la humanidad es la esperanza. La verdadera esperanza no nos la traerán las vacunas, el volver a la normalidad o superar definitivamente esta pandemia. Todo ello necesario, pero insuficiente, si no tenemos la fuerza del amor que hará posible la solidaridad, la unión, la justicia, la paz y cuánto los hombres anhelamos. Esta es la esperanza que nos trae la Navidad: el amor que todo lo puede: “Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor 13:4-7).
¡Feliz Navidad 2021 y próspero Año Nuevo 2022!